LA ESTELA DE CAÍN: LA ESTRANGULADORA DE PARÍS

A lo largo de esta sección hemos ido desgranando cómo la mente humana es un territorio inhóspito, en el que caben no pocas perversiones y crueldades. Conocemos muchos casos de hombres que han sido artífices de las más brutales tropelías. Sin embargo, en las historias de las crónicas negras también hay hueco para mujeres que han cometido los más trágicos y terribles crímenes. En ese elenco de mujeres figura Jeanne Weber, que vivió entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, y que es conocida como la “estranguladora de niños de París” o “la ogra de la Goutte d’Or”.




Los expertos en criminología creen que los métodos empleados por las mujeres para emular lo que realizó Caín según los Evangelios, es decir, para matar, suelen ser más sutiles y sus motivaciones están más ocultas que en el caso de los varones. Pero sus actos son, al fin y al cabo, execrables. Suelen, por tanto, impactar mucho los casos de mujeres que fueron asesinas en serie. Quizá una razón de ello estriba en la posibilidad de ser madres que la naturaleza les otorga, o porque sus métodos son más íntimos, menos espectaculares y sangrientos que los asesinatos perpetrados por hombres. Matar siempre es terrible pero mucho más escalofriante lo es si las víctimas son inocentes niños; se trata de algo abominable, que nos causa una extrema repulsión.

Todo ocurrió a finales del siglo XIX y principios del XX en la ciudad de la luz, en París, una urbe cuajada, por entonces, de artistas, de creadores bohemios… pero también de mentes perturbadas, capaces de mil atrocidades. No sabemos bien cómo era la mente de Jeanne Weber porque sí, asesinó, pero ¿qué le llevó a ello? ¿A tener esa fijación con los cuellos de los niños, a quienes acababa estrangulando? Como ocurre en el caso de otros asesinos, el silencio más rotundo es la única respuesta.

No sabemos la cifra exacta de niños que mató: 7, 9 o más, en poco tiempo. Una prensa en expansión se hizo eco de esta “diablesa”, “ogresa”, como se la calificó. La opinión pública exigía más datos sobre esta criminal obsesionada con el cuello de los niños. Nadie quería dejar a los niños solos.
Jeanne Weber procedía de una familia humilde. Nació en 1874 en Keritry, localidad costera del norte de Francia. Cuando apenas tenía 24 años marchó a París. Allí, en la ciudad de la luz, vivió en el Passage de la Goutte d’Or, nº 8 (de ahí el apelativo de “la ogra de la Goutte d’Or”).

En París conoció al que sería su marido, Marcel Weber, de quien adoptaría su apellido. Marcel era un hombre errático, casi vagabundo, alcoholizado… Sus vidas fueron desgraciadas y allí, con sus penurias, recibieron el nuevo siglo. Tuvieron tres hijos pero dos murieron en 1905, no sabemos cómo, aunque, conociendo el historial posterior de Jeanne, es de suponer que ella acabó con sus vidas. Algunos dijeron que murieron de bronquitis, otros de meningitis… Eso sí, en el cuello de ambas criaturas aparecía una marca. ¿Se trataba de un brote de una extraña esquizofrenia? ¿Estaba poseída Jeanne por el maligno? Ni la policía ni nadie pudieron demostrar que Jeanne había acabado con la vida de sus hijos pero esta mujer, que ya había cumplido los treinta años, se mostraba muy afectada por estas muertes. Una de sus cuñadas intentó consolarla y, muy a su pesar, encargó a Jeanne que cuidase de sus dos hijos, de 18 meses y tres años, respectivamente. Ella se mostró afable con los niños, los acunaba, los acurrucaba, les contaba cuentos… ¿Quién podría pensar que ella era una asesina de niños?

Sin embargo, la fatalidad se dejó ver y un 25 de marzo de 1905, mientras la madre de las criaturas estaba de compras, apareció muerto el bebé de 18 meses. Jeanne lloraba desconsolada. En el cuello de la víctima volvían a aparecer las marcas. Pese a que Jeanne había estado cerca de las tres muertes, los médicos no atinaron con el diagnóstico del fallecimiento. Se seguía pensando en bronquitis, meningitis… La incauta madre permitió que Jeanne cuidada de su otro hijo de tres años, que también murió en esas extrañas circunstancias. Jeanne aparecía siempre conmovida y muy afectada por lo que estaba sucediendo. ¿Eran esos actos una manifestación de amor desmedido, que la incitaba a matarlos? Era el cuarto niño de la familia Weber muerto. Los médicos tampoco hallaron la causa de la muerte. Poco tiempo después también moría el único hijo que le quedaba vivo a Jeanne. Todo era tan extraño… pero Jeanne era tan dulce, tan amorosa… que ¿quién podía sospechar de ella?

Uno de los cuñados empezó a sospechar de ella y la acusó de asesinato. Habían muerto sus hijos y sus sobrinos; todos ellos con la típica marca roja en el cuello. La noticia corrió como la pólvora por todo París. En enero de 1906 fue juzgada pero la pericia de un letrado y la ciencia se volvieron a aliar con Jeanne. Fue absuelta. ¿Quién podía pensar que una madre tan encantadora aparentemente podía cometer semejantes actos? Un psiquiatra prestigioso la defendió ante los tribunales.
Jeanne se hizo muy popular y un hombre la acogió en su casa. Le ofreció el cargo de ama de llaves. Las aguas parecían volver a su cauce. Pero no… poco tiempo después el hijo de la familia, de diez años, aparecía muerto con las marcas en el cuello. Jeanne fue despedida pese a que nadie la pudo acusar de nada. Salió libre porque la autopsia reveló que la causa de la muerte fueron unas fiebres tifoideas.

Hay quien pensaba que Jeanne padecía de brotes psicóticos; aun así, el doctor Georges Bonjeau, a la sazón presidente de la Sociedad Protectora de los Niños en Francia, decide darle un puesto como cuidadora en el orfanato de Orgeville, como una última oportunidad. Allí, poco después, fue sorprendida mientras estrangulaba a un niño. Bonjeau, avergonzado, la despide sin denunciarla, sin duda por temor a perder su propio puesto. Por esta razón, Jeanne consigue la libertad de nuevo. Parece que todo el mundo quería tapar el horror, no hacerle caso a la evidencia de que esa mujer era un peligro.

Esta asesina regresa a París en 1907 para trabajar como prostituta, circunstancias que no impidieron que, en la pésima pensión donde vivía, estrangulase al hijo de la patrona: Marcel Poirot de doce años. Esta vez sí, Jeanne fue acusada otra vez de asesinato y se la encontró culpable. Eso sí, no fue a la cárcel sino que fue trasladada a un sanatorio de Mareville, en Nueva Caledonia. Jeanne Weber murió en esa misma institución en 1909 estrangulándose a sí misma. Falleció de la misma forma que mataba: asfixiando.


Los motivos de Jeanne Weber quedan ocultos en la más oscuras tinieblas, quizás por la época en que vivió, unos años en los que el estudio de la psique daba sus primeros pasos y las excusas para los encausados eran de lo más extravagantes. 
 

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