PROGRAMA 3X25 - LOS SECRETOS DE ALTAMIRA

Recordamos la famosa historia del descubrimiento de las pinturas rupestres de Altamira. Una de las historias más famosas de la arqueología en España llevada hace poco al cine y en cuyo relato encontramos la historia de un padre y una hija que descubrieron las pinturas en una cueva situada en Santillana del Mar (Cantabria) y que a raíz de ese gran descubrimiento sucedió una controversia sobre las creencias del ser humano y cuyas acusaciones de farsa nublaron la enorme defensa que hizo Marcelino Sanz de Sautuola de uno de los grandes hallazgos de la humanidad. Recordamos toda la historia adentrándonos en sus hermosas cuevas gracias también a la ayuda de Mariano Fernández Urresti, escritor e historiador oriundo de la localidad.

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La historia, por desgracia, está repleta de agravios que, en vida de la persona en cuestión, no fueron resueltos con justicia. En la arqueología hay un caso paradigmático. Y es el de Marcelino Sanz de Sautuola y el descubrimiento de las cuevas de Altamira. De hecho, se cuenta que, ya moribundo, en su lecho de muerte, en la primavera de 1888, le dijo a su hija María: “Las pinturas de Altamira darán que hablar”. Esa era la lapidaria sentencia de quien no había parado de batallar por una causa perdida: la remota antigüedad de las pinturas rupestres de Altamira.

Don Marcelino Sanz de Sautuola y de la Pedrueca, el descubridor de la cueva de Altamira, fue, en verdad, un genio póstumo, que murió incomprendido, ninguneado y lleno de frustración. Sin embargo, lo que tanto le negaron en vida –la autenticidad del arte altamirano– se lo reconocieron a su muerte. Esas pinturas no eran ningún engaño, ninguna burda copia sino un prodigio artístico que había sobrevivido a quince mil años de olvido. Aunque ya había muerto Marcelino, se hizo justicia con él, se restituyó su honor con la posterior confirmación por parte de la comunidad científica de sus postulados sobre la autenticidad de estas pinturas.

Para entender todo lo que supusieron estas pinturas hay que remontarse más atrás, justo al otoño de 1868. Mientras en las grandes ciudades españolas las turbas callejeras levantaban barricadas al grito de “abajo los Borbones” y se forjaba la revolución que provocaría el destronamiento de Isabel II, un aparcero cuarentón de la Cantabria serrana, llamado Modesto Cubillas, salió a cazar con su perro por las fincas de don Marcelino. Un hecho accidental dio la voz de alerta: el perro de Cubillas, que perseguía una perdiz, pisó en falso y el animal quedó atrapado en una grieta enzarzada. Su amo lo liberó, agitó las zarzas con una vara de mimbre y comprobó que más allá del agujero lo que había era una cueva sin final a la vista. No era nada insólito en esa zona, en Santillana del Mar, donde una red de galerías subterráneas horadaba el paisaje. Ya se sabía que por esas sierras se escondían centenares de grutas que el tiempo fue taponando con piedras y matojos. Sin embargo, aquélla parecía diferente, especial.

El asunto no suscitó mayor interés hasta que, en 1875, Cubillas comunicó el descubrimiento. Y es entonces cuando Marcelino entra en acción. Don Marcelino era un hidalgo de abolengo nacido en Puente San Miguel (Cantabria) en 1831, con ínfulas de aventurero ilustrado. Tras el rastro de lo que le cuenta Cubillas, Marcelino, antorcha en mano, recorre la misteriosa sima. Nos podemos llegar a imaginar que pudo ver este hombre en esa cueva: estalactitas, murciélagos y, quién sabe, quizá algunos símbolos abstractos en las paredes que podían aventurar lo que fue esa zona para hombres y mujeres de la Prehistoria. Al parecer no le dio demasiada importancia a lo que vio en un principio.
En este punto es necesario recordar cómo Marcelino era, además de una persona muy curiosa, un gran aficionado a los estudios de Prehistoria y cómo mostró desde pequeño un gran interés por las Ciencias Naturales, la Botánica y la Geología. Era de los que coleccionaba semillas, moluscos, fósiles y muchos otros elementos que encontraba en el campo. Incluso había llegado a hacer historia al plantar en su pueblo el primer ejemplar de eucalipto en toda Cantabria.

En 1878 visita, en calidad de agrónomo, la Exposición Universal de París y allí observa las colecciones expuestas de artículos prehistóricos, las cuales le causan tal impresión que se ve motivado a explorar mejor esa misteriosa cueva. En su retina se llevó la imagen de bifaces, hachas de piedra, azagayas, raspadores, útiles óseos atribuidos al hombre primitivo y otros artefactos. Desde ese instante la cueva le obsesionaría aún más. Estaba convencido de que aquella sima podía deparar gratas sorpresas.

Marcelino volvió a las andadas. Rellenó de aceite un candil, se colgó una alforja al hombro con lo básico: cantimplora de barro, piqueta de hierro, espátula de latón, cuaderno de campo y lapicero. En tan solo dos inmersiones, encontró artefactos prehistóricos parecidos a los que vio en París, como esquirlas de sílex, fragmentos de pedernal o huesos trabajados. Desconocía qué era eso, quién lo hizo y por qué pero nada perturbaba el ánimo de este hombre intrépido en ese escenario cárstico, donde, imaginaros, reinaba un sosiego tibetano. No lo sabemos con exactitud pero Marcelino escrutaría la cueva casi como un contorsionista, reptando por pasadizos muy estrechos o sorteando excrementos de murciélago petrificados. Al principio lo hizo solo. Luego se unió su hija María, de ocho años.
El día del descubrimiento mágico de estas pinturas llegó en el verano de 1879. Marcelino penetró de nuevo en la cueva, junto a su hija. En sus últimas incursiones había hallado algunas reliquias y, siguiendo ese empeño, picaba el suelo con la piqueta. Era tal su obsesión por descifrar los elementos físicos que había allí, y que podrían darle pistas de quienes vivieron en ese lugar, que apenas levantaba la vista. Mientras, María, que alumbraba con el candil, se fijaba en otras cosas, como el aleteo de los murciélagos. La jornada matinal transcurrió sin mayores sobresaltos. Marcelino salió al vestíbulo de la cueva, para refrescarse, y es entonces cuando María agarró el candil y se perdió en la oscuridad varios metros. El silencio duró poco. La voz de María retumbó en las paredes de la cueva: “¡Papá, mira, bueyes pintados!”. Marcelino se dirigió al interior y comprobó algo increíble: un ganado jurásico le miraba desde el cielo de la cueva. Padre e hija quedaron impávidos, escrutando esas más de veinte figuras, entre bisontes, caballos y ciervos. No podía llegar a imaginarse que se encontraban ante una de las maravillas del firmamento arqueológico: las pinturas rupestres de Altamira, lo que posteriormente se llegó a calificar como la Capilla Sixtina del Arte Cuaternario.
La noticia del hallazgo corrió como la pólvora. Primero entre farmacéuticos del pueblo, eruditos locales y vecinos curiosos para, después, llegar a los miembros de la Real Academia de la Historia, quienes por lo general manifestaron que aquello o bien era una farsa o eran pinturas de época moderna. No hay que obviar que la Prehistoria daba sus primeros pasos, a nivel científico, tras las tesis de Darwin expuestas en su libro El origen de las especies. Además, en ese momento, las facciones más rancias del catolicismo español ya habían tomado posiciones para hacer frente a la amenaza que suponía una disciplina incompatible con la palabra de Dios.

Uno de los grandes defensores, desde el principio, de la autenticidad de las pinturas rupestres de la cueva de Altamira, en contra de la opinión generalizada que se resistió tenazmente a considerarlas como tales, fue el insigne médico y naturalista  valenciano Juan Vilanova i Piera. En el extranjero la acogida no fue menos hostil. Meses después del hallazgo, en 1880, tuvo lugar en Lisboa el Congreso de Antropología y Arqueología Prehistóricas, donde se dieron cita los más destacados prehistoriadores europeos. A este encuentro asistió Vilanova, único representante español, que mostró fotografías y grabados de las pinturas e incluso invitó a sus colegas europeos a visitarlas in situ. Los expertos se mostraron obstinados, incrédulos y todo fueron evasivas. Nadie quería arriesgar su reputación con una novedad que lindaba lo inverosímil.

Vilanova y Sautuola saltaron las barreras de ese entorno hostil y divulgaron las excelencias artísticas de la cueva por institutos culturales, casinos de provincias o tertulias. Mientras tanto una manada de curiosos profanaban a diario la cueva, desde fisgones desocupados hasta devoradores de piezas arqueológicas o pastores inquietos. Desde que se difundió la noticia, la sima estuvo a merced de muchos peligros. La tropelía más conocida se debe a un miembro del séquito de Alfonso XII, que en septiembre de 1881 inmortalizó con el nombre del monarca la pared. Aún se conserva el inoportuno autógrafo. Ante tales peligros, por iniciativa del propio Marcelino, se instaló una puerta de madera y otra de hierro, posteriormente, para poner freno al trasiego turístico y proteger las pinturas. La batalla entre defensores y detractores de la autenticidad de las pinturas seguía más viva que nunca.
La borrasca de acusaciones comenzó a remitir cuando Vilanova recibió, en octubre de 1880, una carta de uno de los expertos que habían estado en el Congreso de Lisboa. La misiva la firmaba el prehistoriador francés Léon Henri-Martin y en ella abría la puerta a que las pinturas fueran de la época del hombre de las cavernas y no de tiempos posteriores, como la Edad Media o la Edad Moderna. El siguiente prehistoriador francés en sumarse a esta línea fue Édouard Piette, que, en febrero de 1887, y tras revisar unas fotografías, ya fijaba las pinturas y los objetos hallados en la cueva cántabra en la época del magdaleniense (Paleolítico Superior).

Marcelino, por entonces, ya languidecía de su enfermedad y apenas se enteraba de las últimas novedades. Juan Vilanova avivó el debate en España y se reafirmó en que esa cueva formaba parte de los testimonios más antiguos que se conocían en la Península Ibérica. Fue en el transcurso de su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, en junio de 1889, y para entonces Marcelino ya había fallecido, justo un año antes. Se había ido al otro mundo con el amargo regusto que deja la frustración.

El guion que se quiso vender, el de Altamira reducida a un embuste, cambió sólo tras la muerte de su descubridor. Los eruditos y aficionados franceses, que tanto habían atacado Altamira, hallaron después una docena de Altamiras en su territorio, de galerías subterráneas con arte mueble, grabados y pinturas rupestres en todo su esplendor cromático. En parte de esos prehistoriadores franceses quedó el inmerecido trato y el sentimiento de culpa por el gran error cometido con Marcelino Sanz de Sautuola y con las pinturas de Altamira. Tuvo que aparecer arte rupestre del mismo estilo en territorio francés para que los bisontes de Altamira se ganaran el respeto de todos.

Como dato curioso podemos citar que la hija de Marcelino, María Justina Sanz de Sautuola y Escalante, la descubridora de las pinturas de Altamira, fue la bisabuela de Emilio Botín (Emilio Botín Sanz de Sautuola y García de los Ríos), que fue presidente del Banco Santander.
 

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